“Qué malo eres”.“No seas llorica”. “Eres una caprichosa”.”Pero qué torpe eres”. Cuántas veces habremos oído o incluso pronunciado este tipo de frases. No pensamos ofenderles, pero estas frases, pronunciadas desde el convencimiento de que cambien una determinada actitud, son etiquetas: un verdadero boomerang.
No sólo no van a lograr que haya un cambio de comportamiento, sino que poco a poco los iremos limitando a que su actitud sea precisamente la que los adultos destacamos todo el tiempo: la personificación de su mala acción. Por eso, debemos esforzarnos por calificar la acción concreta y no al niño. No es el niño el que nos disgusta: es su actitud. Conviene cambiar el “eres” por el “no me gusta que hagas eso”.
Al final, lo que logramos los adultos es que el niño acabe “etiquetado”: por revoltoso, nervioso, malo… un hándicap difícil de superar y que puede acarrearle hasta problemas de socialización en la escuela. En ocasiones, acabará castigado o siendo reprendido por el mero hecho de llevar la etiqueta, porque siempre tenderemos a culparle a él, aunque en una determinada ocasión no haya hecho nada. Y como padres, esto os dolerá.
Por eso, la mejor manera de suprimir comportamientos indeseados es el refuerzo positivo: alaba las acciones positivas que haga el niño, por nimia que sea, para reforzar éstas y no las indeseadas. Elogia cada pequeño cambio, habla de él bien en voz alta, que lo escuche; dale oportunidades para el éxito, para mantenerlo motivado; cuando falle, recuérdale las ocasiones en las que lo hizo bien, y si actúa de acuerdo a la vieja etiqueta, exprésale tu tristeza y explícale cómo te gustaría que se hubiera portado en lugar de repetirle lo que ha hecho mal.
Las etiquetas son para cortarlas cuando estrenamos ropa, y últimamente, para remarcar determinadas palabras en las redes sociales. Para los niños, por favor, no más etiquetas.