En ocasiones la educación de nuestros hijos se nos hace pesada, nos enfrentamos a cuestiones que son nuevas, y les damos lecciones. Siempre intentamos pensar en lo mejor para ellos, aunque algunas veces nuestras decisiones encierren un poco de egoísmo por nuestra parte.
El otro día, sin ir más lejos, nos encontramos a una pareja de amigos a los que hacía tiempo que no veíamos y decidimos quedar para cenar en su casa el día siguiente. Nos pareció una idea genial. Pasar una noche con amigos cenando no es algo que podamos hacer muy a menudo. No disponemos de mucho tiempo libre y el poco que tenemos lo invertimos en Tomás.
A él le hacía mucha ilusión ir a casa de gente nueva, se llevó todo el día preguntando cuando nos íbamos. Le pedí que se llevara algunos juguetes, lápices de colores y una libreta. Estaríamos allí mucho tiempo y necesitaría algo para entretenerse.
Llegó la hora de salir de casa y antes de montarnos en el coche le dijimos a Tomás que debía portase bien, que nos hiciera caso y que a la mínima nos volvíamos a casa. Él nos miraba con una cara extraña, nos daba la impresión de que no se estaba enterando de nada.
Llegamos a casa de nuestros amigos. Tenían un estupendo estudio en el centro decorado con un mobiliario moderno precioso.
Cuando uno es padre desarrolla la capacidad de ver el peligro en el entorno. Yo sólo veía muebles angulosos, decenas de objetos al alcance de la mano, mandos a distancia, portátiles, incluso el televisor estaba a no más de 40 cm del suelo. Pensé en Tomás y en la etapa que se encontraba, esa de tocar todo, la de descubrir su entorno. De un tiempo a esta parte ha generado un magnetismo hacia todo lo que tiene botones y pantalla de colores. Tengo los dos mandos de casa con la tapa trasera sujeta con cinta aislante.
Me acerqué él y le dije que por favor no tocase nada de lo que había encima de la mesa. No puedo negaros que en mí creció una pequeña angustia, y no pude evitar darle las lecciones de cómo comportarse. A todo esto, el me miraba con esos grandes ojos azules y asentía con la cabeza.
La cena transcurría con normalidad y todo iba bien hasta que Tomás, en su empeño de alcanzar el vaso de agua, lo tiró y mojó toda la mesa. Mis amigos se levantaron sin darle mucha importancia y procedieron a limpiarla. Yo endurecí mi rostro y me enfadé con Tomás. El me miró sin entender muy bien qué había pasado.
Llegando al postre, Tomás se quedo dormido y lo recostamos en el sofá. Al cabo de una hora estábamos saliendo con destino a casa. Alba, que es como se llama mi mujer, me dijo que había sido duro con Tomás, yo le dije que se centrara en conducir. He de reconocer que no me sentía bien. Tomás dormía a mi lado en su sillita, parecía un angelito bajado del cielo, era un buen niño, cariñoso, simpático, sensible…
A día siguiente durante el desayuno, Tomás me estaba contando que había soñado que se montaba encima de un león rojo. No paraba de preguntarme si los leones rojos existían, yo le decía que no, pero que si lo pintábamos con sus ceras podríamos convertirlo en rojo. Tomás se levantó y trajo su estuche de colores, me dijo que ya solo hacía falta encontrar un león para pintarlo. En medio de esa divertida conversación fui a coger mi zumo y sin darme cuenta lo tiré en la mesa.
De pronto se hizo un silencio y Tomás me miró con sus grandes ojos azules, a los dos nos era conocida esa escena. Para mi sorpresa Tomás se levantó y trajo una toalla del baño y comenzó a limpiar lo mejor que podía. Mientras pasaba la toalla me miraba y parecía decir:
-Papá no pasa nada, ayer me pasó a mí.
El pequeño me acababa de dar una de esas lecciones de esas que jamás olvidaré en la vida.
En ocasiones tenemos el erróneo pensamiento de que un buen hijo es aquel que se comporta como un adulto, tal pensamiento encierra mucho de egoísmo. Tenemos un hijo fantástico que se equivoca y mete la pata como lo haría yo.
Como venimos diciendo, ser padres es la aventura más emocionante que la vida nos puede dar. Lecciones incluidas.